«En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo» 1. Jesucristo, el Hijo de Dios, es la Palabra última y definitiva de Dios a los hombres, y esa Palabra está testimoniada en el Nuevo Testamento. Por eso el Nuevo Testamento es la parte final y conclusiva de la Biblia, siendo ésta el conjunto de libros que la Iglesia proclama como Palabra de Dios y en los que encontramos cómo se ha realizado la revelación de Dios al hombre a lo largo de la historia. A la luz de Cristo, Palabra definitiva de Dios, al que San Juan llama «el Verbo de Dios» 2, comprendemos el significado de toda la Biblia y de la revelación progresiva de Dios a los hombres.
El hombre, creado a imagen de Dios y llamado a conocer y amar a su Creador cuando le busca, puede acceder a su conocimiento por medio de la luz natural de la razón. El hombre es «capaz de Dios» y Dios se le da a conocer a través del mundo y de la propia interioridad humana. Es lo que suele llamarse revelación natural de Dios: «A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo. (…) “Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad” (Rm 1, 19-20)» 3.
Además, el hombre, con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, percibe que la semilla de eternidad que lleva en sí, irreductible a la sola materia, no puede tener origen más que en Dios 4.
«Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina» 5 o revelación sobrenatural. «Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo» 6. De esta revelación de Dios da testimonio toda la Biblia.
En los primeros capítulos del Génesis leemos que Dios se dio a conocer personalmente a nuestros primeros padres invitándoles a una comunión íntima con Él, y que, después de su caída, alentó en ellos la esperanza de ser salvados con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras 7.
Después del diluvio, hizo un primer pacto o Alianza con Noé, destinado a que todos los hombres y naciones pudieran reconocerle como Dios único en el orden cósmico y social, y evitaran la pretensión de ser dioses. «Pero, a causa del pecado, el politeísmo, así como la idolatría de la nación y de su jefe, son una amenaza constante de vuelta al paganismo» 8.
En el mismo libro del Génesis se nos cuenta que llegado un determinado momento de la historia, y en orden «a reunir a la humanidad dispersa» 9, Dios eligió a Abrahán para bendecir en él a todas las naciones de la tierra. El libro del Éxodo nos informa de cómo, después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel en pueblo suyo, lo salvó de la esclavitud de Egipto, estableció con él la alianza del Sinaí, y le dio por medio de Moisés su Ley, «para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido»10.
A ese pueblo Dios, mediante los profetas, le fue manteniendo en «la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cfr Is 2, 2-4) y que será grabada en los corazones (cfr Jr 31, 31-34; Hb 10, 16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cfr Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is 49, 5-6; Is 53, 11)»11.
Además de los profetas, Dios otorgó a su pueblo hombres sabios para que lo guiaran en su oración y en su meditación de la Ley, y, mediante la contemplación de la Sabiduría divina, lo preparasen para recibir a la «Sabiduría de Dios» encarnada, Jesucristo12. Todo esto quedó consignado por escrito en los libros del Antiguo Testamento, si bien el sentido completo de cuanto narran y enseñan sólo se descubre desde la plenitud de la revelación que nos llega a través de Jesucristo.
«A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer»13. Es Jesucristo quien revela a Dios Padre. Con Cristo se cumplen las promesas hechas a los patriarcas, se renueva y se completa definitivamente la ley dada a Moisés, se hace realidad la esperanza predicada por los profetas, y se muestra la Sabiduría de Dios llevando a su culminación la enseñanza de los sabios. «Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de Él»14. Dios ha dicho todo por su Verbo que es Jesucristo.
«Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su boca»15. El Evangelio es la buena noticia que trajo Jesucristo y, también, la que los Apóstoles predicaron por todo el mundo incluyendo su fe en Jesús como Cristo e Hijo de Dios. A este Evangelio, plenitud de la revelación, pertenecen asimismo los libros del Antiguo Testamento en cuanto que en ellos se contiene la revelación anterior de Dios a su pueblo y se anuncia la venida de Cristo y su obra.
Los Apóstoles enseñan que todo lo concerniente a Jesucristo sucedió «según las Escrituras»16, es decir, según el plan previsto por Dios y manifestado en los libros sagrados de Israel. Todos aquellos libros hablaban de Cristo: «Es necesario –dice Jesús resucitado– que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras»17. Con la iluminación recibida de Jesucristo, los Apóstoles comprenden el sentido de las Escrituras del pueblo judío y vinculan éstas a la proclamación del Evangelio.
La predicación del Evangelio por parte de los Apóstoles se desarrolla oralmente y por escrito. Oralmente, ya que «con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó»18. Por escrito, en cuanto que «los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo»19. Los libros escritos por los Apóstoles o por varones apostólicos, que recogen su predicación, constituyen el Nuevo Testamento; mientras que los libros escritos a lo largo de la historia del antiguo pueblo judío que anunciaban a Jesucristo son el Antiguo Testamento. Unos y otros contienen, por tanto, el Evangelio predicado por los Apóstoles y transmitido a todas las generaciones.
A la transmisión viva del mensaje evangélico, llevada a cabo en el Espíritu Santo, se le llama Tradición distinguiéndola así de la Sagrada Escritura, aunque ambas están estrechamente ligadas. La presencia viva de esa Tradición y de la Sagrada Escritura en la Iglesia está atestiguada en las palabras de los Santos Padres, y sus riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia, como un «depósito sagrado», cuya interpretación auténtica corresponde al Magisterio20. Éste, ciertamente, «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído»21.
De esta forma, mediante esas tres realidades –Tradición, Escritura y Magisterio– tan íntimamente ligadas entre sí que no puede subsistir la una sin las otras22, se transmite la revelación divina. «La comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo” (Dei verbum, 8)»23.
Siendo Jesucristo y su Evangelio la revelación plena y definitiva de Dios, y ofreciéndosenos esta revelación mediante la Tradición y la Escritura, auténticamente interpretadas por el Magisterio de la Iglesia, «una y otra hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha prometido estar con los suyos “para siempre hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)»24, y ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción25. Pero en ellas se ofrece la revelación divina de dos modos distintos: «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación»26. Nos fijamos ahora especialmente en la Sagrada Escritura, cuya naturaleza y función sólo se percibe a la luz de la revelación que ha culminado con Jesucristo.
La revelación de Dios al hombre ha culminado cuando «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos»27. Dios se ha dado a conocer de manera plena mediante la Encarnación de su Hijo. Esto muestra la admirable «condescendencia» de la Sabiduría eterna, para que conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta adaptación ha empleado al revelarse al hombre haciéndose verdaderamente hombre para poder comunicarse con nosotros28. Esta misma condescendencia divina se refleja en la revelación a través de la Escritura. De ahí que la naturaleza de la Sagrada Escritura sólo se comprende en analogía con el Verbo Encarnado29.
En efecto, en la Sagrada Escritura «las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres»30. Como se nos ha dado el Hijo de Dios en la Humanidad verdadera de Jesús, así se nos ha comunicado la Palabra de Dios en el lenguaje humano de la Sagrada Escritura. La Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo es anunciada previamente y proclamada después por Dios mismo en las Sagradas Escrituras que, surgidas bajo la inspiración del Espíritu Santo en el seno del pueblo de Israel y de la Iglesia, comunican la Palabra de Dios en lenguaje humano.
A la acción de Dios por la que surgen las Sagradas Escrituras, la denominamos, siguiendo la terminología empleada por los Apóstoles31, inspiración de la Sagrada Escritura. Consiste en que «en la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería»32. Esa acción divina en los autores sagrados se atribuye, por apropiación, al Espíritu Santo.
A la luz del Nuevo Testamento comprendemos que en el conjunto de todos los escritos de la Biblia Dios quería revelarse a Sí mismo y los designios de su voluntad, y que esta revelación se ha dado de modo pleno y definitivo en Jesucristo. De ahí que al recibir el Evangelio de Jesucristo transmitido por los Apóstoles en la Tradición viva de la Iglesia, ésta recibe al mismo tiempo los libros sagrados en cuanto inspirados por Dios: los del Antiguo Testamento y los del Nuevo.
La Iglesia tiene conciencia de que «a través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cfr Hb 1, 1-3): “Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo” (S. Agustín, Enarr. 103, 4, 1)»33. Así en la Sagrada Escritura se expresa con lenguaje humano el designio de Dios Padre que pronuncia una Palabra, su Verbo, el Hijo, y lo hace mediante la acción del Espíritu Santo en los hagiógrafos y en la Iglesia. El modo como la Iglesia comprende el misterio de la inspiración divina de la Sagrada Escritura se fundamenta en el misterio del Dios Uno y Trino que se ha revelado al hombre para salvarlo.
La Iglesia, tras recibir en Pentecostés el Espíritu Santo, está capacitada para discernir qué libros son inspirados y cómo hablan de una forma u otra de Jesucristo. Así, siguiendo la Tradición apostólica, la Iglesia llega a establecer el canon de los libros sagrados, tanto por lo que se refiere al Antiguo como al Nuevo Testamento34. Al ser incluidos en el canon de las Sagradas Escrituras esos libros inspirados por Dios son recibidos como tales por la Iglesia y adquieren un carácter autoritativo en lo que respecta a la fe y la vida cristiana. Pero sobre todo entran a formar parte de una unidad, la Biblia, cuyo centro es Jesucristo, de tal manera que el sentido y el significado de cada libro se esclarece e incluso adquiere mayor riqueza al formar parte del conjunto que es la Sagrada Escritura. Así «un libro no es bíblico sino a la luz de todo el canon»35.
De la inspiración divina de las Sagradas Escrituras se deduce su veracidad; participan de la verdad de Dios. «Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra»36. Esa verdad de Dios se nos da en las Sagradas Escrituras al modo humano y en lenguaje humano. Así, del mismo modo que en el lenguaje humano existen numerosos recursos para exponer, a veces de modo didáctico, la verdad, lo mismo sucede en la Sagrada Escritura. Los autores sagrados se expresan además en las categorías culturales de su respectiva época.
En lo que concierne a las ciencias naturales utilizan con frecuencia la comprensión que se deriva de la simple observación de las cosas, y hablan de ellas según aparecen a los sentidos sin que por eso falten a la verdad37.
En lo que concierne a la historia la escriben a veces según criterios más bien pedagógicos para resaltar la intervención de Dios en los distintos acontecimientos; pero precisamente la verdad de la Sagrada Escritura está en desvelar las acciones de Dios y la manifestación de su voluntad en la historia humana. En las Sagradas Escrituras, que nos transmiten desde distintas perspectivas el Evangelio de Jesucristo, se nos da a conocer el verdadero rostro de Dios. Esa es la verdad de la Biblia.
Los libros de la Sagrada Escritura, y la formación misma de la Biblia como el conjunto unitario de esos libros, han sido obra de los hombres, pero, al mismo tiempo, acción de Dios que los inspiraba y asistía. De ahí que «para interpretar bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante sus palabras»38.
Lo que los autores humanos quisieron afirmar se deduce de la lectura misma de sus escritos, atendiendo siempre a los recursos literarios que utilizan para expresar e inculcar sus enseñanzas. Es lo que se hace en la lectura de cualquier obra literaria. Pero, puesto que los libros bíblicos fueron escritos en épocas ya remotas, «para descubrir la intención de los autores sagrado s es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los “géneros literarios”»39 usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo. «Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios»40.
Pero para conocer lo que Dios ha querido decirnos realmente mediante lo que expresan los autores sagrados hay que tener en cuenta que escribieron bajo la inspiración del Espíritu Santo, y que sus obras no llegan a la Iglesia aisladamente sino formando parte de la Biblia, conjunto unitario de libros a través de los que Dios habla a su pueblo. De ahí que para conocer qué quiere decirnos el Señor en cada libro haya que «interpretar la Escritura conforme al mismo Espíritu con que se escribió»41. Esto supone «prestar una gran atención “al contenido y a la unidad de toda la Escritura”. En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua (cfr Lc 24, 25-27.44-46)»42.
Además, puesto que ha sido la Tradición de la Iglesia asistida por el mismo Espíritu Santo la que ha determinado qué libros forman la Biblia y la que nos los ha trasmitido en su verdadero significado, se ha de «leer la Escritura en “la Tradición viva de toda la Iglesia” (…). La Iglesia encierra en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual de la Escritura»43. Para interpretar correctamente la Sagrada Escritura también se ha de atender al conjunto de las verdades de fe profesadas por la Iglesia. Tales verdades están íntima e intrínsecamente relacionadas unas con otras, de forma que cuando en la Biblia encontramos una de esas verdades, o un aspecto de alguna de ellas, hemos de integrarla en el conjunto de la fe proclamada en el Credo, en el que confesamos el proyecto total de la revelación divina. A esto se llama analogía de la fe.
En la Iglesia existen distintos ámbitos de interpretación de la Sagrada Escritura que, aunque responden a momentos y métodos diferentes, no son en realidad independientes; se deben complementar para una lectura fecunda de la Biblia.
Uno es la lectura litúrgica, donde la Biblia se proclama como Palabra de Dios e ilumina y manifiesta el sentido de la celebración que se está realizando. Es la Palabra que acompaña a la acción del Señor, como sucede en la revelación histórica de Dios que se realiza «con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina, y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas»44. Así se pone de manifiesto especialmente en la Santa Misa donde la Iglesia, venerando las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor, «no cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo»45.
Otro ámbito de interpretación de la Escritura es la lectura espiritual, la lectio divina. Aquí cada lector de la Biblia, a la escucha de lo que el Señor quiera decirle y, guiado por el Espíritu que le mantiene en la unión con Dios y con la Iglesia, alcanza una comprensión personal de la Palabra de Dios, edificante para él mismo y para otras personas. De hecho, «en la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cfr Dei verbum, 24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cfr 1Ts 2, 13). “En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (Dei verbum, 21)»46. Especial relieve tiene en la Iglesia la comprensión de Dios y de la vida cristiana a la que han llegado los santos mediante la lectura y meditación de la Biblia.
Otro ámbito que se debe señalar finalmente es la lectura crítica, que se esfuerza por analizar las circunstancias históricas en que se compusieron los distintos libros, la relación entre ellos y con la historia que narran, y las características del texto que presentan. Todo ello está orientado a conocer mejor lo que los autores de los libros dijeron en realidad y lo que Dios ha querido decirnos por medio de ellos. También esta lectura, para ser verdaderamente bíblica, ha de realizarse con actitud de obediencia a la Palabra de Dios que, en definitiva, es Jesucristo y su Evangelio transmitido y proclamado por la Iglesia. De ahí que los exegetas hayan de tener en cuenta que, si bien con su estudio «contribuyen a madurar el juicio de la Iglesia, todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios»47. Al mismo tiempo, tal lectura crítica sirve para percatarse constantemente de la condescendencia divina, que ha querido hablar al hombre con palabras verdaderamente humanas –en analogía a como Cristo es verdadero hombre–, y para corregir interpretaciones subjetivas que pretendiesen imponerse como auténticas.
Al escuchar o leer la Sagrada Escritura conviene tener en cuenta la exhortación del Concilio Vaticano II: «No olviden [los fieles] que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración, para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas” (S. Ambrosio, De officiis 1, 20, 88)»48.
1 Hb 1, 1-2.
2 Ap 19, 13; cfr Jn 1, 1.
3 Catecismo de la Iglesia Católica, 32.
4 cfr ibidem, 33.
5 Ibidem, 50.
6 Ibidem, 50.
7 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 3.
8 Catecismo de la Iglesia Católica, 57.
9 Ibidem, 59.
10 Ibidem, 62; cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 3.
11 Catecismo de la Iglesia Católica, 64.
12 cfr 1Co 1, 24.
13 Jn 1, 18.
14 Catecismo de la Iglesia Católica, 73.
15 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 7.
16 1Co 15, 3.
17 Lc 24, 44-45.
18 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 7.
19 Ibidem.
20 cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 78.
21 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 10; Catecismo de la Iglesia Católica, 86.
22 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 10; Catecismo de la Iglesia Católica, 95.
23 Catecismo de la Iglesia Católica, 79.
24 Catecismo de la Iglesia Católica, 80.
25 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 9.
26 Catecismo de la Iglesia Católica, 81.
27 Ga 4, 4-5.
28 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 13.
29 cfr ibidem.
30 cfr ibidem.
31 cfr 2Tm 3, 16; 2P 1, 21.
32 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 11.
33 Catecismo de la Iglesia Católica, 102.
34 Sobre el proceso mediante el cual se formaron los diferentes grupos de libros véase la Introducción a los distintos grupos de escritos del Antiguo Testamento (Pentateuco, Históricos, Poéticos y Sapienciales, Proféticos).
35 Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, I, C, 1.
36 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 11.
37 cfr León XIII, Providentissimus Deus, 42 (EB 121).
38 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 12; Catecismo de la Iglesia Católica, 109. Véase El Antiguo Testamento dentro de la Biblia, § II.
39 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 12; Catecismo de la Iglesia Católica, 110.
40 Ibidem.
41 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 12; Catecismo de la Iglesia Católica, 111.
42 Catecismo de la Iglesia Católica, 112.
43 Ibidem, 113.
44 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 2.
45 cfr Conc. Vaticano II, Dei verbum, 21. cfr El Antiguo Testamento dentro de la Biblia, § I, 2. «Palabras de Dios a su Iglesia», pp. 10ss.
46 Catecismo de la Iglesia Católica, 104.
47 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 12.
48 Ibidem, 25.